Los datos estadísticos sobre homicidios y suicidios en México, en las últimas tres décadas, muestran importantes diferencias por el sexo de la persona fallecida: más de las tres cuartas partes de dichos eventos en el país se dan entre hombres. Al margen de ello, hay poco trabajo teórico y de activismo para disminuirlos y prevenirlos desde una perspectiva de género. Incluso, llega a ser calificado como políticamente peligroso abordarlos desde dicho paradigma, por el riesgo de distraer la atención de la problemática de las mujeres, a pesar de que sus causas sugieran “razones de género”.
Vale la pena recordar que las personas del sexo masculino muestran una esperanza de vida menor con respecto a las mujeres, lo cual no se explica meramente por diferencias fisiológicas, sino por los comportamientos asociados a sus aprendizajes de género. Esto se refleja en una mayor incidencia de homicidios y accidentes viales, así como en una mayor frecuencia de suicidios, si bien se suelen documentar más intentos de suicidios entre mujeres, lo que obliga a analizar las razones de género que acompañan las conductas en cada población. Existe la hipótesis de que los hombres naturalizan la violencia contra sí mismos, como un aprendizaje de su socialización de género.
Rita Segato habla de una pedagogía de la crueldad en la socialización de los hombres, lo que inhibe que se conmuevan ante las consecuencias de la violencia, tanto en otras personas, como en sí mismos. Esto los lleva (como hipótesis personal por evaluar) a negarla, no nombrarla, no denunciarla y a legitimar, aparentemente con ello, que no la viven. En filosofía del lenguaje se dice que, lo que no se nombra, se acaba asumiendo que no existe. Podríamos decir que se asume como natural que los hombres mueran de manera violenta “por el hecho de ser hombres” y poco se investigan las posibles razones de género asociadas a dichas muertes.
Sin pretender homogeneizar las experiencias, se sigue afirmando que a las personas del sexo femenino “las matan por el simple hecho de ser mujeres” y no así a los hombres asesinados. Sin embargo, la definición de feminicidio alude a que las asesinan “por lo que significa ser mujer” y dicho significado social es lo que se acerca a las razones de género; por lo mismo, me interesa proponer como hipótesis reflexiva que muchos de los homicidios de hombres (incluso perpetrados por otros hombres), así como muchos de sus suicidios (homicidios auto infringidos) tienen relación con aprendizajes de género, que los legitiman y reconocen socialmente como hombres.
¿Será que ser hombre o bien, el aprendizaje de «cierta masculinidad» incrementa la posibilidad de suicidarse o de morir por homicidio? Al menos la frecuencia estadística lo sugiere. Por ejemplo, la poca legitimidad para pedir ayuda ante un problema o crisis y el temor de reconocerse vulnerable, parecieran contradecir algunos mandatos de la masculinidad. Existen diferentes categorías que se han ido generando para dar cuenta de la sobre mortalidad masculina: desde el “morir como hombre” (por omisión de cuidado, temeridad y búsqueda intencional de riesgos, entre otras prácticas), hasta “el mito del héroe” (por tener que demostrar que se es hombre hasta la muerte, practicando la negligencia suicida), pasando por la irónica frase de que “ser hombre es malo para la salud”, ya que elementos de la masculinidad aprendida son un factor de riesgo para la sobrevivencia.
En ningún sentido busco construir una prioridad en función de las diferencias numéricas, ni asumir una igualdad en la explicación de las diferentes modalidades y actores de dichas violencias y menos todavía victimizar a los sujetos del sexo masculino, sino reflexionar sobre el tipo de políticas, programas e intervenciones que se han diseñado para intervenir sobre la violencia al interactuar con las personas en función de su sexo-género. Me interesa identificar supuestos de intervenciones en sus respectivos contextos: más centradas en acompañar a las mujeres para que al vivir violencia la sepan identificar y conozcan de qué recursos disponen para denunciarla y reparar los daños que les genera, a diferencia de los varones, quienes son acompañados para responsabilizarse por la violencia que ejercen y para aprender a prevenirla, “reeducándolos”. Sin embargo, es menos frecuente encontrar intervenciones donde ellos generen habilidades para reconocer la violencia que viven desde su socialización, y, que, con ello, se posicionen críticamente para construir condiciones de posibilidad para ejercer su derecho a la no violencia. Esto me lleva a cuestionar si la convivencia con dicha violencia es elegida o bien, si es impuesta por la cultura y la socialización de género a la que están expuestos. No estoy justificándolos ni negando la responsabilidad de los sujetos que la ejercen, sino complejizando la interpretación sobre “la cadena de responsabilidades” detrás de la conducta de un individuo que ejerce violencia sobre otras personas (de ambos sexos) y sobre sí mismo. Esto evita lecturas individuales simplistas al tratar de prevenirla.
Jean Paul Sartre comentaba que “no somos responsables por lo que la sociedad y sus procesos de socialización hacen de nosotros, pero sí de lo que nosotros hacemos con ello”, ya que tenemos la capacidad de reflexionar. ¿Será que los aprendizajes de género nos llevan a una relación pasiva con las normas culturales y con los “usos y costumbres” de género, si bien las mujeres ya han estimulado procesos reflexivos que hacen evidentes sus diferentes desventajas sociales, mientras que asumen que los hombres tienen más privilegios por su lugar en las relaciones sociales y por ello, minimizan las desventajas de ellos por los mandatos que reproducen, incluyendo ejercer y vivir violencia, sin procesos reflexivos paralelos?, ¿qué sentido puede tener, por ejemplo, el derecho humano a la salud, en una población que por aprendizajes de género pareciera estar entrenada y forzada a ejercer violencia contra sí misma?, ¿cómo reconstruir el significado de un derecho que supone autocuidado, en una población entrenada para la temeridad, para la búsqueda intencional del riesgo, para la omisión de cuidado de sí y la poca legitimidad de reconocerse vulnerable?
He conversado con peritos y con juezas sobre la posibilidad de interpretar homicidios y suicidios de hombres por razones de género. Hay quien me ha dicho que solamente puede juzgarse “lo que diga la ley…” y esta se ha centrado en identificar protocolos alrededor de lo que se denomina feminicidios, mientras que hay quien me ha dicho que dado que “no se puede juzgar por analogía” (más allá de los protocolos existentes), es necesario estimular el activismo de quienes estudian homicidios y suicidios de hombres con el fin de construir categorías y un protocolo ad hoc. Una compañera jueza me compartió que sí puede haber razones de género en diferentes muertes violentas de hombres. Sin embargo, se requiere estimular una caracterización crítica, compleja y constructiva de su contexto de género, sin negar corresponsabilidades en el ejercicio de las diferentes formas de violencia.
Identifico una falta de ciudadanía en los hombres, en el sentido de reconocerse titulares de una vida libre de violencia y de reconocerse con compromisos sobre los derechos de las demás personas. Si se acostumbran a la violencia, difícilmente van a cuestionarla, tanto cuando la viven, como cuando ejerzan violencia sobre otras personas. Por lo mismo, si existen protocolos que operacionalizan criterios para identificar las razones de género que se asocian a la definición de feminicidio, podría afirmarse (sin uniformar ni homogeneizar categorías, términos o contextos), que los hombres matan y son asesinados también “por razones de género”, si bien estas son diferentes a las de las mujeres. Esto no minimiza la lucha contra los feminicidios; al contrario, invita a reflexionar cómo mueren los hombres, por razones de género. En caso de poder descifrarlo, desglosarlo y monitorearlo, quizás podríamos prevenir y disminuir múltiples muertes violentas de varones, así como de personas de ambos sexos que sufren violencia por parte de sujetos a quienes socialmente se les entrena y habitúa a convivir con la violencia.
En un texto escrito con una compañera chilena, hablamos de “la fragilidad de los invulnerables”, para referirnos a que, si la socialización de género a la que se expone a los hombres les transmite la idea de que pueden resistir cualquier situación de agresividad social, o individual, esto los acaba fragilizando. Hace un lustro se promovió una campaña sobre salud de los hombres con el lema “hasta los superhéroes se enferman: cuídate”, la cual no cuestionaba el modelo de invulnerabilidad, pero sí la necesidad del autocuidado. Sin embargo, ¿cómo transformar un aprendizaje de género con el fin de ejercer de alguna manera una ciudadanía preventiva ante los riesgos a la salud que conllevan ciertos modelos de ser hombre?, ¿por qué no generar alertas de género para la experiencia de los hombres, además de enfatizar en las investigaciones los años de vida perdidos por las muertes prematuras de dicha población? Quienes generan estadísticas sobre salud y mortalidad podrían aportar mucho, enfatizando los riesgos que implica para la salud de los hombres y para otras personas la socialización que los lleva a convivir con la violencia, “como algo natural y obligado”, además de reconocer culturalmente que muchas de sus muertes están asociadas en buena medida a “razones de género”. ¿Por qué no socializar los resultados de investigación con la población a quien estudiamos, con el fin de acompañar sus ejercicios de ciudadanía, estimulando procesos reflexivos de largo aliento, más que limitándonos a respuestas directivas de corto plazo?
Referencias bibliográficas:
1. Sartre, Jean Paul. (1999 <1946>) El existencialismo es un humanismo. Edhasa, Barcelona. Segato, Rita. (2019). “Pedagogías de la crueldad. El mandato de la masculinidad
2. (fragmentos)”. Revista de la Universidad, UNAM, México.